Bitácora de Daniel Cortés

Daniel Cortés

Hoy me he levantado más temprano de lo normal, aunque apenas he dormido. Las campanas de la iglesia sonaron a las seis de la mañana, pero yo ya llevaba despierto un buen rato, mirando el techo y repasando todo en mi cabeza. Este día lo he esperado desde que tengo uso de razón, aunque ahora que ha llegado, no puedo evitar sentir esa punzada de duda que todos intentan esconder.

Con 18 años recién cumplidos, estoy a punto de cruzar la puerta del centro de reclutamiento. A mi madre no le hace ninguna gracia, claro. Esta mañana no ha dicho nada mientras desayunábamos, pero el silencio decía mucho más que cualquier sermón. Es esa mezcla de orgullo y miedo, lo entiendo. Supongo que cualquier madre teme ver a su hijo alejarse por un camino que podría no tener vuelta atrás. Sin embargo, ella también sabe que esto es lo que quiero, lo que necesito. Aquí, en Sevilla, no hay mucho más para mí. Trabajar en el taller de mi tío, arreglando motores viejos, no es un futuro. Esto, en cambio, es una salida.

Me miro en el espejo y apenas me reconozco. El uniforme provisional que me han prestado me queda grande, pero no importa. Las botas, en cambio, ya son otra historia; pesan como si llevaran plomo, y mis pies no dejan de recordármelo. Me las até con cuidado, como si ese simple acto fuera una especie de ritual, algo que marcara el inicio de lo que está por venir.

El aire está fresco esta mañana, pero cuando crucé la puerta del centro, la brisa pareció desvanecerse. Dentro, todo es ruido, órdenes y caras serias. Hay otros chicos como yo, algunos nerviosos, otros emocionados. Reconozco esa mirada en muchos: la necesidad de demostrar algo, de dejar atrás lo que son ahora para convertirse en algo más.

Me pidieron que me presentara ante un oficial. Recuerdo que me miró de arriba abajo, como si pudiera leer cada pensamiento que pasaba por mi cabeza en ese momento.

"¿Por qué estás aquí, Cortés?" me preguntó, con ese tono brusco que estoy empezando a entender como algo habitual en este mundo.

"Porque quiero algo mejor, señor" respondí, con la voz más firme que pude reunir.

El hombre arqueó una ceja, como si mi respuesta le pareciera demasiado simple o demasiado sincera. No dijo nada más, pero asentó y me señaló el camino hacia las pruebas físicas. Fue suficiente.

Hoy empezó algo. No sé si saldré adelante, no sé si tengo lo que hace falta para "durar", como dicen algunos aquí. Pero sí sé una cosa: no pienso fallar.

La noche caerá pronto, y mi madre rezará por mí como lo hace siempre. Yo, en cambio, no rezaré. Solo seguiré adelante. Es lo único que sé hacer.

Daniel Cortés

Hoy he pasado el día más duro desde que llegué aquí. No por las pruebas físicas, ni por las horas interminables de entrenamiento, sino por lo que ocurrió al final. Por primera vez, me enfrenté a lo que realmente significa esta vida. Hasta ahora, todo había sido teoría: seguir órdenes, trabajar en equipo, perfeccionar la disciplina. Hoy… hoy fue diferente.

Era una maniobra rutinaria. Al menos eso nos dijeron. Salimos al amanecer, en un convoy de vehículos hacia una zona de prácticas en las montañas. El aire frío mordía los pulmones, pero todos estábamos acostumbrados a eso. Nuestro pelotón estaba asignado a asegurar el perímetro mientras los superiores hacían lo suyo. Nada fuera de lo común.

Pero entonces, todo cambió.

Un grupo de desconocidos apareció a lo lejos. Pastores, dijeron algunos. Cazadores, dijeron otros. Lo que no sabíamos era que iban armados, y que no tenían intención de dejarnos seguir con nuestro ejercicio. Recuerdo el sonido de los disparos, como si el aire mismo se rompiera en pedazos. Todo se volvió confuso: órdenes gritadas, cuerpos corriendo, el eco de las balas rebotando en las rocas.

No sé cuántos minutos pasaron, pero sentí que fueron horas. Cuando el polvo se asentó, tres de los nuestros estaban heridos. Ninguno mortalmente, pero verlo en persona, tan cerca, me dejó una marca que no esperaba. Uno de ellos, Morales, apenas tenía 20 años. Lo vi apretar los dientes mientras uno de los médicos de campaña le cerraba una herida en el hombro. Aún bromeaba, pero su cara decía otra cosa. Todos éramos jóvenes, pero hoy sentí el peso de nuestra edad como nunca antes.

Cuando regresamos a la base, la tensión aún se podía palpar. No se habló mucho durante el viaje, pero las miradas lo decían todo. Algunos estaban asustados, otros enfadados. Yo… aún no sé qué siento. No es miedo, no exactamente. Es más como un despertar, una sacudida que me dice que esta vida es más real de lo que imaginaba cuando me uní.

Por primera vez, me pregunto si mi madre tenía razón al preocuparse tanto. Sé que me diría que esto es peligroso, que no necesito demostrar nada a nadie. Pero esto no se trata de demostrar nada. Se trata de encontrar mi lugar en un mundo que nunca ha sido fácil para nosotros. Y hoy, más que nunca, sé que estoy donde debo estar, aunque eso signifique cargar con recuerdos que preferiría olvidar.

Esta noche, mientras escribo esto, puedo escuchar las risas de algunos compañeros en el comedor. Están intentando seguir adelante, y yo haré lo mismo. Pero una parte de mí sabe que lo que pasó hoy no se irá fácilmente. Es solo el comienzo, y tengo que estar preparado para lo que venga después.